Amanece
una bonita mañana del mes de junio, y los vecinos de un pequeño
pueblo de sierra y los pueblos cercanos, los forasteros que han
pasado aquí la noche y los alumnos de una escuela de parapente,
desayunan y se disponen a llegar a una zona cercana para disfrutar de
lo que se prevé que puede ser un gran día de vuelo libre.
Hoy
hace sol y parece que hay buenas previsiones aerológicas, con un
viento suave que permitirá a los alumnos desarrollar adecuadamente
su aprendizaje, y además se estima que antes de media mañana
romperán las térmicas y se podrán empezar a aprovechar esas
ascendencias tan necesarias para subir o por lo menos para hacer un
vuelo medio en condiciones y, si se puede, hacer distancia.
Recordemos que los parapentes y las alas delta no llevan motor, y
como planeadores que son necesitan de estas corrientes para poder
ascender o, al menos, mantener la altura.
Desde
bien temprano ya hay gente preparando “trapos” y “alas” en el
área de despegue, o el despegue a secas, que es como conocemos en el
argot del vuelo libre a esos claritos que hay en lo alto de algunas
montañas y que usamos para despegar. Los buitres leonados de una
colonia cercana, aparentemente pasivos, observan minuciosamente, cada
uno desde su respectivo posadero, cómo cada piloto va revisando y
preparando su vela.
Poco
antes de que el sol haya empezado a calentar, despega el primer
parapente. Los pilotos de las alas esperan, a ellos les gusta salir
más tarde. El parapente que acaba de salir tiene que irse
forzosamente a aterrizar, ya que aún es temprano y el sol todavía
no ha calentado bastante como para que las térmicas sean lo
suficientemente fuertes, y además el viento para sostenerse en la
ladera es todavía muy débil. Sale el segundo, el tercero, el
cuarto… todos “pinchan” y tienen que irse a aterrizar;
esperemos que el sol caliente pronto, porque ya va haciendo calorcito
en el despegue y se suda mucho con el mono puesto.
Los
buitres siguen mirando como gárgolas, ni uno solo da un paso al
vacío. Parece como si intuyeran que ellos también van a tener que
mover las alas si intentan empezar a volar en ese momento. Al mismo
tiempo despega otro parapente que parece que mantiene la altura.
Claro, ya hay algo de viento y puede al menos mantenerse si no se
separa mucho de la ladera.
De
pronto algo pasa: un ligero cabeceo, se da la vuelta, vuelve a pasar
por el mismo punto y otro cabeceo. Después de unos cuantos giros en
“ocho” ya ha dejado la ladera lejos y puede girar esa todavía
débil térmica, quizá la primera de la mañana. Un giro, otro giro,
centra la burbuja y en cosa de 2 minutos ya ha ganado 50 metros, sin
contaminar un solo ápice de aire, sin esfuerzo alguno, sólo con la
ayuda del aire y nada más, tal y como han hecho siempre sus
compañeros los grandes carroñeros alados. Otros dos pilotos ven lo
que acaba de pasar, y como si fueran poseídos por algún tipo de
envidia colectiva despegan, enganchan la misma térmica y ganan
altura progresivamente.
Justo
en ese momento sale un buitre, el primero. Ahora sí parece decidido.
Se va derechito a la térmica donde están los parapentes y la gira,
tan cerca de los pilotos que casi se pueden dar la mano. Pero la
evolución, que ha dotado a los buitres de las alas veleras más
eficientes de toda la Naturaleza, supera a la tecnología y deja por
los suelos al invento que tan cuidadosamente prepararon Leonardo Da
Vinci al principio y Francis Rogallo más tarde, superando con creces
la altura ganada por los voladores humanos.
Poco
a poco van despegando los buitres, uno a uno, ordenadamente, como si
siguieran una especie de protocolo. En menos de 5 minutos el cielo se
llena de buitres, seguidos de algunos parapentes y alas delta que
salieron después; todos vuelan juntos aprovechando las mismas
ascendencias, y nunca llegan a molestarse. Juntos pero no revueltos.
Los
buitres, sabios y eficaces voladores desde hace milenios, acaban de
demostrarnos que a veces, incluso sin pretenderlo, somos de alguna
manera sus aliados indirectos. El hombre, que tantas veces es
criticado por muchas de las actividades que realiza en el medio
natural, esta vez sin saberlo ha sido un leal compañero, una especie
de indicador biológico que ha delatado a estos hábiles planeadores
del Paleártico cuándo ha llegado el momento óptimo de iniciar el
vuelo.
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